Almas perdidas

La oscuridad invadía todo el ambiente. Nos rodeaba y tiraba de nuestros cuerpos, alejándonos de la realidad, para llevarnos entre sus brazos hacia el mundo de los sueños malditos. Sueños negros y desesperanzados. Pensamientos oscuros que inundan nuestra mente en los momentos más plácidos, cuando menos lo esperamos, cuando todo parece tranquilo.


Sufrimos ante la impotencia de no poder hacer nada; únicamente intentamos reaccionar, pretendiendo volver, sin olvidar quienes somos ni quien nos importa de verdad, con cuidado, con delicadeza, pero con la fortaleza y la seguridad de quien está completamente seguro de no querer dejar ir algo. Quizá no esté segura de muchas cosas en mi vida, pero precisamente esa no es una de ellas. Es como la historia de Orfeo y Eurídice. Persigo todo aquello que me importa de verdad, aunque haya que ir a las mismísimas entrañas del infierno a por ello. Almas atormentadas que han encontrado un resquicio de luz en aquellas semejantes, aquellas que estaban escondidas tras un tupido velo, tímidamente escondidas. O quizá atemorizadas.


Poco a poco, nos traemos de vuelta, obligándonos a despedirnos de los tormentos, de ese mundo paralelo que únicamente nos ofrece sufrimiento, para guiarnos así hacia los sueños, hacia los buenos recuerdos, hacia la felicidad. Hacia nuestra realidad. Palabras tranquilizadoras entre susurros seguros, camuflando el miedo al horror, a volver a caer en las redes de esa horrible compañera que nunca nos olvida, que nos tiene en el punto de mira y que nos visita cuando menos nos lo esperamos.

Entre caricias, Morfeo vuelve a acogernos entre sus brazos y regresa la paz. Nos aseguramos de volver a estar ahí los momentos en los que nos moleste, los que disturbe nuestros días. Cada vez que la ansiedad gobierne la noche. Cada vez que nos necesitemos. Sea donde sea.

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