Descubriendo mundo

           Un niño de cabello rubio y ojos grises se levanta apresuradamente de su cama incrustrada en la pared. Como todos los días, va tarde al colegio. Colegio. Él no entiende la relación del concepto de "colegio" que le han enseñado sus padres y sus mismos profesores, al "colegio" que él tiene. Porque no tiene que moverse de su casa. Únicamente se levanta, se pone una ropa más decente que no sea su pijama rígido de color blanco, y enciende el proyector de la sala de estudio. Sus padres hacen lo mismo, cada uno en su lugar correspondiente; sin mezclarse. 
         No conoce a sus profesores. Tampoco ha visto nunca a sus amigos. Sólo puede hablar con ellos a través de la pantalla o de la multitud de dispositivos electrónicos de los que disponen. El Gobierno les prohíbe salir a la calle la mayoría de los días. Mejor dicho, pocos días, poquísimos, les deja salir. El cielo está tan contaminado por la acción humana que es irrespirable, tanto para los humanos como para los animales, que han dejado de ser libres, como fueron en su día. O eso le han enseñado en el colegio.
        La jornada transcurre como las de todos los días. Nada más termina sus deberes, se acerca a la ventana y elige ver lo que realmente hay detrás del cristal: un cielo gris, cubierto de nubes negras y unos pocos despistados que andan por la calle con el rostro protegido por mascarillas. Sus padres no han terminado de trabajar. Al contrario que los otros niños de su edad, él no se entretiene con las diversas actividades que tiene dentro de casa; él quiere salir, quiere pisar la calle, aunque sea por l menos una vez en su vida, aunque juegue con su salud, porque quiere sentir algo parecido a lo que sentían aquellas personas que alguna vez habitaron su planeta... A pesar de que fueron ellos quienes lo destruyeron. 
         Se decide. De ese día no pasa. Coge la mascarilla que utiliza su madre en los escasos momentos que deja la casa, y sale corriendo sin hacer ruido. Siente el aire frío golpear sus mejillas, y por primera vez se siente libre. Puede ir a donde quiera, hacer lo que quiera sin sentirse condicionado por esas cuatro paredes grisáceas. Camina durante bastante tiempo, no sabe cuánto, hasta que un local algo peculiar llama su atención. No había visto algo similar en el rato que llevaba investigando; parecía sacado de esas fotografías que el maestro les pone en clase de Historia. Una librería. Se acerca a la entrada y abre la pesada puerta de madera. Un olor agradable le llega desde dentro, junto con un sonido proveniente de un aparato en una de las esquinas. Maravillado, lo contempla todo con una curiosidad infinita, hasta que llega al objeto de sonido. 
                    -¿Puedo ayudarte?
       El niño da un salto, asustado por la pregunta. La persona más mayor que jamás había visto estaba al lado suya.
                   -Yo... Sólo... No he hecho nada, de verdad. Sólo estaba mirando, y bueno, escuchando esta cosa. Es bastante bonita.
                    -Es música. De hace bastantes siglos, de hecho. No me extraña que no la conozcas. La gente dejó de escucharla, y como consecuencia de estudiarla. Resulta aburrida para sus oídos. Pero aquí hay belleza, cosa que se perdió en la música.-El viejo habla con añoranza, pero le sonríe. Le hace un gesto, y el niño le sigue.
          El hombre le tiende un objeto hecho entero de papel, lo que el niño reconoce como libro. Jamás había tenido uno físico en la mano, y jamás pensaría que lo iba a tener. Las lágrimas inundan sus ojos ante tales maravillas. Le encantaba leer, pero ver todas las historias juntas, todos esos mundos por descubrir apilados en estanterías, cada uno con su olor particular era un tesoro. 
         A partir de ese día, cada vez que podía y nadie le veía, el niño salía corriendo de su casa hasta la librería. Merecía la pena correr el riesgo: dos de las maravillas de la humanidad las tenía en sus manos, música y libros. El hombre nunca le preguntó por qué iba, no hacía falta: lo comprobaba con sus propios ojos. Afortunadamente, aún quedaban personas que le dieran una segunda oportunidad a la tierra, personas como ese niño. Ya podía irse en paz. Había luz al final del túnel.
       Varias semanas después, tras meses y años bajo altos riesgos de contaminación, la gente pudo salir de sus hogares y respirar un poco de aire  fresco. El hombre mayor tenía razón, había un resquicio de esperanza.
                      

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