La Petite Robe Noire I

 Era la noche del solsticio de verano. Todo el mundo bailaba, reía y cantaba aún sin conocerse de nada. Invitados en un gran jardín esmeralda disfrutaban de la noche. Las estrellas iluminaban el cielo con sus pequeños parpadeos, mientras, la luna las acompañaba a la vez que contemplaba medio a escondidas innumerables besos robados de chiquillas inocentes. Pero, ¿quién reconocería a quién después de esa noche? Todo el mundo fingiría, aún así, nadie se conocería fuera de aquella fiesta.
 Ella entró al gran salón de la casa vistiendo su pequeño vestido negro. Más bien no era el vestido lo que fuese pequeño, sino ella en sí. Parecía una frágil muñeca de porcelana en la que el vestido entallado de cortas mangas se abre en la cintura formando unos sencillos pliegues que ondean al viento con tan solo dar un paso... realmente, era como una muñeca de porcelana. El vestido no era demasiado largo; los pliegues de satén le llegaban hasta la rodilla dejando entrever unas piernas blancas y unos pequeños zapatos de tacón de charol. Respecto a su aspecto... parecía que hubiera entrado un ángel. Todos los invitados se quedaron mirándola cuando observaron su pálida cara y su esbelta figura. Sin embargo, nadie podía averiguar su nombre. Cada asistente en aquella fiesta poseía un antifaz que les ocultaba parte del rostro. Ella no era distinta, pero sí diferente. Su antifaz era negro y, a través de ellos, podíamos ver unos grandes y perspicaces ojos grises. Su pelo era del color de la nada. Ninguna persona en la faz de la tierra podía haber visto un pelo tan negro y brillante. Definitivamente, esa chica parecía salida de un cuento de hadas. Aún así, dependiendo del lugar del que la observases, su mirada inspiraba una clase de temor mezclado con respeto, quizá por su elegante porte como si de un cisne se tratase; quizá por sus suaves andares provenientes de una bailarina, quizá por su melodiosa y cantarina voz que endulzaba cualquier oído.




 Había algo en ella que la hizo ser el punto de todas las miradas. Ella les hablaba y sólo recibía balbuceos incoherentes y  simples monosílabos. Intimidaba a todos los allí presentes. Hasta que cruzaron las miradas y se paró el tiempo. Desde lejos, separados por multitud de personas, unos ojos se posaron sobre otros. Solo Ella los contemplaba, allí, arriba... como si de su voluntad se tratase.

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